CARLOS DE FOUCAULD

 Manuel Hódar Maldonado

El próximo quince de mayo será beatificado Carlos de Foucauld. Es un motivo importante para presentar a este hombre que vivió a caballo entre los siglos XIX-XX, y que ha acompañado en la búsqueda del sentido de la vida a tanta gente y, sobre todo, a tantos cristianos, comprometidos con la realidad de la vida y con los pobres.

I. Huérfano de padre y madre muy pronto, vivió una infancia muy mimada por parte de su abuelo, y creció perezoso para todo. Tanta soledad y sufrimiento interior le llevó a dilapidar los bienes, el rango social (bizconde) y la altura moral. El momento cumbre de esta pendiente hacia abajo fue su despido del ejército por hacer pasar por esposa a una prostituta con la que vivía. Esta primera parte de su vida desprende pena. Hago alusión a este largo período de su vida, porque lo negativo no fue en él enteramente perdición. Cuando, en medio de esta tremenda oscuridad y sin sentido, se le empezaron a encender las primeras luces, se entregó a ellas con la fuerza de un náufrago. Y durante toda su vida siguió eficazmente fiel a la luz de cada momento, acogiendo, como la tierra buena del evangelio, a cada “semilla” que caía en su campo. Tanta apertura generosa y agradecida, lo capacitó para aportar algo nuevo al mundo en la Iglesia.

II. El perezoso empieza a trabajar. Emprendió la exploración de Marruecos. Un proyecto científico meticulosamente preparado, que conllevaba las exigencias de una aventura humana, cargada de peligros en cualquier momento, todos los días del largo tiempo que duró. Haciéndose pasar por un judío cruzó el Atlas. Fruto de aquel primer trabajo es su obra Reconnaissance au Maroc.

Ajustarse bien a su papel de judío del que iba disfrazado, era la única garantía de salir con vida de aquella expedición y de hacer bien su trabajo de investigación. Estas experiencias lo hicieron disciplinado y trabajador, lo que ni el ejército francés había conseguido, pues lo despidió como un caso perdido.

De esta etapa Carlos guardó para siempre la gratitud por la acogida generosa que le depararon los marroquíes, acogida que imitó después en su vida de ermitaño y que quiso que fuera el estilo de sus fraternidades. Y junto con la acogida le quedó la admiración por la fe en Dios como el Absoluto de estas gentes.

III. Al volver de Marruecos “la vuelta en sí mismo”. El dolor de la orfandad en la infancia le había hecho un hombre fuera de sí, que en Marruecos se fue calmando con la relación de sus gentes, la labor meticulosa de la investigación, la atención a la realidad y el silencio. Todo esto lo abrió a la vida cotidiana y a lo que creían de Dios aquellas personas.  

El reencuentro con su familia le empezó a refrescar la memoria de sus orígenes. Su prima y madrina Marie de Bondy le despertó el deseo de buscar el significado de su fe de niño, de la que se había alejado. La amistad de una muchacha que le habían presentado, por la que se sintió muy atraído, le despertó el matrimonio como un proyecto valioso. Y el éxito que tuvo su investigación sobre Marruecos entre los círculos científicos –mapas hasta entonces desconocidos- le proporcionaba un puesto social. Este era el Carlos rescatado.

IV. La fe. En el paso anterior hubiera madurado y seguramente hubiera llegado a ser un hombre armonioso y sano, equilibrado y creativo, de no haber sido mordido tan profundamente por Dios. Quiso aclararse sobre la fe, no sé si por saber de ella o por saber de sí. El Padre Huvelin, un sacerdote agregado a la parroquia de san Agustín de París, supo ponerlo en el sitio exacto al buscador interior de Dios. Y la llamita fue haciéndose en él una hoguera. Buscó y oró. Y al final de la búsqueda de la fe, la vocación a la vida religiosa, como expresión de que era todo para Él. Así, en este momento de deslumbramiento, expresaba con su vida el reconocimiento de Dios como Absoluto.

V. En la Trapa de Santa Mª de las Nieves vivió siete años. Como arcilla dúctil fue trabajado con maestría por la oración, el silencio, la vida comunitaria, la tradición trapense y la experiencia de buenos maestros. Carlos es un buen monje y su gratitud por esta enorme riqueza espiritual lo hace feliz. La añoranza de una vida de pobreza como la que viviría Jesús en Nazaret, empieza a destacarse en su interior, como expresión de su anhelo de imitar a Jesús, “su amado hermano y Señor”: Esta añoranza no es un juicio sobre la pobreza monástica, sino un imperativo personal que no puede, ni quiere acallar. Por eso solicita ser enviado a la Trapa de Cheikelé cerca de Abkés en Siria, por ser más pobre y elemental. ¡Qué suerte tuvo de que sus maestros supieran discernir su espíritu, por encima del amor a quedárselo con ellos¡.

VI. En la Trapa de Cheiklé. Efectivamente esta Trapa era más pobre y en ella Carlos es destinado a trabajos manuales humildes. Y además lo nombran encargado de los obreros sirios que venían a trabajar a la Trapa. No puede pedir más. Es la respuesta trapense más ajustada a Carlos, y como tal vive en fidelidad y amor. Pero de nuevo en su horizonte otro matiz inesperado: su pobreza monacal y la pobreza de los obreros es distinta. Y en la de los obreros descubre más la pobreza de Jesús en Nazaret. Así planteada la cuestión, para el que buscaba en todo el mayor parecido a Jesús, la respuesta no tiene dudas. La puesta en práctica de esa pobreza sólo espera el momento de la madurez personal y de la aprobación de sus superiores.

Que la vida obrera, con la dependencia de un salario, la insignificancia y anonimato social, pueda llegar a ser válida como estructura para la vida religiosa es muy nuevo. Carlos lo descubre como vocación personal y como un nuevo camino en la Iglesia. Y llegó el momento del fruto maduro y sus superiores, con dolor y con docilidad, lo dejan marchar con su bendición.

VII. Monje entre paganos y fundador sin discípulos. Muy larga en tiempo y dilatada en espacio es esta última etapa en Argelia, Beni Abbés, El Asekrem, Tamanrraset..

Es un tiempo, en el que pensando en sus futuras comunidades, redacta una y otra vez estatutos, los corrige y los reforma, pero son proyectos que reflejaban solamente su intuición y su propia vida, sin contraste con la experiencia comunitaria. ¡Qué dolor para quien está tan firmemente convencido de su don fundacional y no ve ninguna respuesta que lo confirme! ¿Dónde estará la dificultad para que lleguen los ansiados discípulos? ¿Será su falta de vida espiritual? Quien esto se pregunta, siempre se responde: “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere queda solo; pero si muere da mucho fruto”.

Su vida en esta época fue la de un monje solo y la de un amigo entre musulmanes. Dos rasgos definen su vida en este momento “presente a Dios y presente a los hombres”. El amor eficaz a los tuareg, expresado en una acogida, a veces ininterrumpida, de sus vecinos y en un ingente trabajo de recopilación de su cultura: un diccionario enciclopédico de 10 volúmenes, una gramática, la recopilación de poemas y dichos, la traducción de los evangelios… (No podemos olvidar el esfuerzo añadido por el hecho de tratarse de la primera versión escrita de esta cultura, hasta entonces sólo hablada).

Por otra parte la presencia a Dios patentizada en una vida de adoración eucarística, de noches enteras al pie del sagrario. Cuando fue hallado su cadáver, junto a él estaba el pequeño ostensorio con la hostia consagrada.

Su proyecto fundacional, tan nuevo en la Iglesia, fue tomado a su muerte por un grupo de sacerdotes que le dieron vida comunitaria y lo impulsaron a los ambientes obreros, necesitados y pobres, abriéndose, como sólido árbol evangélico, en ramas y brotes siempre nuevos, según las necesidades reales humanas.

La beatificación de Carlos de Foucauld, para quienes lo hemos conocido como explorador de caminos espirituales en medio de las necesidades humanes, no puede significar la elevación a los altares, como si se tratara del final de un camino admirable, sino el compromiso de retomarlo de nuevo, como hicieron aquellos otros que encabezó René Voillaume, y darle cauce e impulso en la nueva mentalidad y las nuevas necesidades. Su carisma es una semilla evangélica, tan elementalmente humana, que está a punto de brotar siempre que se le ponga en contacto con la tierra de la vida de las personas