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Aurelio Sanz
El desierto es un lugar, un espacio. Es el tiempo que, en gratuidad, nos da el Señor; no un tiempo que le damos como ofrenda. Estamos acostumbrados a realizar un día de desierto mensualmente, pero también es una situación en la vida que puede durar no sólo un día, sino semanas o meses.
Es bueno empezar el desierto haciendo silencio interior, eliminando los ruidos internos, aunque éstos nos sorprendan una y otra vez a lo largo de la jornada. Debemos vaciarnos, desnudando el corazón ante Dios, presentándonos ante él vacíos, para que sea él y sólo él quien nos llene. Los discípulos de Emaús no van de camino haciendo desierto: están llenos de ruidos interiores. Sólo cuando saben escuchar a Jesús lo reconocen.
Para silenciarnos puede ayudar comenzar repitiendo alguna jaculatoria, bien de la Biblia (“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”…) o alguna expresión personal.
Es importante el silencio externo: que los sonidos de la naturaleza sean un espacio contemplativo, así como la luz solar, la luna, las estrellas, el frío o el calor, el campo, la montaña, el mar, las plantas. Son espacios contemplativos, pero no objeto de nuestra poesía o admiración. Sólo en el silencio podremos escuchar a Dios: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. El desierto es búsqueda, no huída: buscar y dejarnos llevar por él, abandonarnos en nuestro guía.
El hermano Carlos vive en el desierto porque su vida es una continua búsqueda; un discípulo de Emaús cuyo acompañante estaba muy lejos. Carlos de FOUCAULD sabe escuchar a Dios y de él vive permanentemente enamorado. El desierto no es adoración, sino búsqueda y escucha. Por eso, el hermano Carlos hará de la Adoración el momento de encuentro amoroso con Jesús, el bien amado, y el espacio perfecto de unión con él.
Quien hace verdadero desierto no pretende hacer una terapia, ni reforzar su autoestima, ni un día de excursión, ni una manera de estar en paz consigo mismo o con la naturaleza. Podemos regresar del desierto más preocupados o inquietos que al ir a él. “Cuando Dios habla, nos quedamos mudos” (José SÁNCHEZ RAMOS). Poco a nada podemos decir: sólo contemplar, sentirnos queridos por él.
En el desierto dejamos de “mirarnos el ombligo”, para no caer en la actitud del fariseo: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres…”. El desierto es el lugar donde Dios nos enseña a valorarnos más, a valorar mucho más a los demás cuando de nuevo nos encontramos con ellos. El verdadero fruto del desierto se nota en la vida, cuando ésta se hace problema, cuando es gozo y alegría, como las pequeñas semillas que están en la tierra o en la arena del desierto y que generan plantas verdes, hermosas, cuando llueve.
En el desierto podemos encontrar mucha paz o mucho desasosiego: encontrarnos con nuestra realidad nos puede dar miedo, y tenemos el riesgo de convertir el desierto en una evasión. Sólo si sabemos apreciar el amor de Dios, que nos escucha, perderemos los miedos y estaremos pisando tierra. “Nada te turbe, nada te espante. Dios no se muda, todo se pasa. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta” (Teresa de Jesús). Y así se fortalece nuestra esperanza.
El desierto no es el lugar para escribir nuestras memorias, ni nuestros pensamientos, aunque éstos estén cargados de fe y de buenos sentimientos. Tampoco para leer, ni la Biblia, ni textos de espiritualidad. Tampoco para rezar, ni el rosario ni la Liturgia de las Horas. Es tiempo gratuito para el Señor, sólo para él, no para nosotros mismos. Leer, rezar, escribir, podemos hacerlo en otros momentos. Un buen desierto nos ayudará después a preparar una buena Revisión de Vida o a tomar decisiones que antes no teníamos claras.
En el desierto saboreamos la presencia de Dios fuera de la Eucaristía y del factor humano: su cercanía, hasta su abrazo. Sólo eso, en actitud de escucha y de búsqueda, es lo importante. Así es como el Señor nos habla, con el lenguaje del Dios Amor que mira a sus hijos con ternura, sin malas miradas ni recriminaciones o reproches.
También saboreamos lo material, nuestros cuerpos, lo que nos rodea, la comida o el agua que llevamos o encontramos como un gran regalo. Hasta el momento de comer debe ser un acto contemplativo, sintiendo que el alimento es naturaleza hecha por Dios que nos nutre. “En esa naranja, en esa manzana, está el mundo” (José SÁNCHEZ RAMOS). Y el agua, obra de Dios que nos calma la sed, nos refresca y nos purifica. Por eso es bueno comer y beber muy despacio. Hay que llevar lo necesario, ni mucho ni poco, para no preocuparnos si va a faltarnos, para que no nos provoque ansiedad la falta de agua si hace mucho calor.
Al desierto no vamos a mortificarnos ni inmolarnos, ni a encontrar nuestro bienestar. No es unas pequeñas vacaciones. Vamos a buscar a Dios, a escuchar su voz, a gozar de su presencia. Todo ello nos hará estar después más cerca de los demás.
Buen desierto, hermanos.