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EL APRENDIZAJE DE LA ESCUCHA: Dejarse decir

A lo largo de la mañana nos hemos abierto a la novedad de la llamada de Dios en nuestra vida. Dios sigue saliendo a nuestro encuentro y su deseo es comunicarse con nosotros (Id16,1) Dios busca la relación. Dios nos conoce porque nos escucha (“he escuchado su clamor en presencia de sus opresores y ya conozco sus sufrimientos” Ex 3,7). Dios tiene grandes deseos de nosotros. Nuestro reto es educarnos para escuchar al que habla con un Amor Mayor, con un lenguaje siempre nuevo.

 

La escucha no es evidente,  Elías: 1Re 19,9-13;

Elías, el viejo profeta, ha entregado toda su vida a la llamada que un día Dios les hizo (1Re 17,1) de llevar a su pueblo a la conversión a Yahvé. Ha sido una vida de enfrentamientos y luchas contra el rey y sus injusticias (1 Re 21), y frente a los profetas del baalismo (1 Re 18). Elías ha vivido sostenido en el encuentro con Dios. Elías ha aprendido a escuchar a Yahvé que siempre le ha indicado el camino (Sal de aquí, levántate y vete. 1 Re 17,2;8; 18,1; 19,5-8) y sin embargo Elías tiene aún que aprender a escuchar a Dios. Hasta ese momento lo había escuchado siempre desde sus fuerzas y unido a un Dios que le hablaba en el fuego, en el viento, en el terremoto… Era un lenguaje al que estaba acostumbrado, y de tanto escucharlo había cerrado sus oídos a la novedad radical de dios. Cuando todo eso no parece cambiar nada Elías se descubre herido, perseguido, sin aliento, y sin fuerzas, derrotado y solo. Experimenta el fracaso. Grita y llega a desear la muerte (Basta, Señor, quítame la vida. 1Re 19, 4-5) Elías ya no espera nada. Se resigna a acabar sus días.

En la vejez, con tantos años de experiencia Elías tiene que aprender a dejarse decir de manera nueva y sorprendente.

Elías empieza a descubrir que a Dios se le empieza a escuchar en su verdad cuando nos mostramos en nuestra necesidad más profunda. Hasta ese momento Elías había escuchado a Yahvé en relación a su misión, a su tarea… ahora ha llegado el momento de escuchar la palabra de Yahvé dirigiéndose a su vida,  a su realidad más personal y profunda, a su indigencia, a su angustia… Elías tiene que aprender a dejarse decir las verdades de la vida.

“Levántate, come! Que el camino es superior a tus fuerzas (1 Re 19,5-8)”

En los cuarenta días y cuarenta noches de camino hacia el monte de Dios Horeb, Elías empieza a descubrir que es difícil escuchar a Dios cuando “vivimos ensimismados”. Su situación le ha atrapado, le ha cerrado los oídos. Centrado en sí mismo, en sus peleas, en su dolor, en su fracaso… no puede reconocer la voz de Dios. La escucha está muy condicionada por la manera como vivo los problemas. Si no aceptamos a poner la distancia entre nosotros y los problemas, no tenemos libertad, ni espacio para maniobrar y dejar que alguien intervenga. Elías ha intentado resolver su situación por sí mismo, no ha dejado que otras palabras le acompañen, le contrasten…

Elías descubre el fuerte individualismo en el que ha vivido. Y el individualismo es un fuerte enemigo de la escucha, porque nos lleva a desconfiar de la palabra del otro –no le necesito-. Hasta que Elías no se deja de nuevo decir y tocar por el ángel, no empieza a entender que la Palabra de Dios puede ofrecer visiones nuevas, denunciar actitudes, hacer surgir posibilidades ocultas.

Elías en este camino de vuelta empieza a darse cuenta de que ha estado buscando con un talante equivocado. La vida nos condiciona y no controlamos todo. Tenemos que buscar a Dios en esas condiciones concretas en que vivimos la existencia, porque Dios está pegado a la realidad. En el fondo el viejo Elías empieza a descubrir que ha vivido la vida más como problema que como posibilidad.

Elías sabe por experiencia también que para escuchar a Dios tiene que estar en el lugar apropiado. Sube al monte, en la cueva. Y espera. Porque el Señor siempre pasa (1 Re 19,9-13). La escucha la alimentamos en la fidelidad y en la permanencia, sobre todo en los momentos de oscuridad, de crisis, de aridez… Para escuchar necesitamos alimentar en el silencio la disposición a que nos digan, a que la palabra cale al interior, a que llegue con novedad.

Elías empieza a darse cuenta que hasta ese momento había aprendido a escuchar a Dios en los momentos extraordinarios, pero no había aprendido a escuchar en la vida cotidiana. En el fondo Elías se había acostumbrado a un Dios espectacular, aparatoso, que le había dado seguridad, que le ayuda a resolver problemas, que se hace notar… pero no sabía escucharle en la ambigüedad de lo cotidiano, en las contradicciones y paradojas, en la limitación, en lo pequeño e inapreciable. Y eso es lo que comprobó Elías: que tenía que aprender a descubrir a Dios en la brisa suave. Y sin saber cómo escuchar (se tapó la cara con el manto) dejar que Él nos vuelva a decir (1 Re 19,15-18) Aprender significa volver a empezar. Elías ha subido a quejarse y morir, y Dios acepta su queja y le enseña un camino distinto, confiándole de nuevo su tarea, y sobre todo reconciliándose con su historia pasada, descubre que ha valido la pena, que no está sólo en su misión (son siete mil los que se han mantenido fieles). Por eso lo que hace falta no es morir o huir sino empezar de nuevo en el camino. Ya no protesta. De manera creativa y humilde, en medio de su vejez, debe desandar los cuarenta días del desierto y empezar otra vez, como el profeta de la brisa suave y el hombre de los nuevos signos. En la escucha Elías ha reencontrado su vocación, ha descubierto una nueva manera de vivir con Dios y de sentirse acompañado en el camino.

 

Escuchar la brisa suave.  Lc 1,26-38; Lc 10,38-41

El reto de la adultez pasa por aprender a vivir en escucha permanente y así vivir desde dentro. No basta “ser autónomos” (ya que nos vemos con capacidades, posibilidades…) sino vivir buscando la autenticidad, construyendo desde dentro en referencia permanente a la palabra de los otros (del Señor, de los hermanos, de los jóvenes, pobres).  La escucha tiene mucho que ver con nuestras actitudes cotidianas y nuestra manera de construir el sentido de la existencia.

Como María (Lc 10,38-41) necesitamos aprender a escuchar con agradecimiento.

·          Atención y paciencia. María sane que llega el Señor, no sólo se pone a sus pies, sino que le presta atención. Afina su oído para que nada se le pase desapercibido, con constancia permanece; cada palabra es importante, en la palabra está el deseo mismo de Dios, sus sentimientos hacia ella, su futuro… la atención le ayuda a María a discernir lo que se le propone, los compromisos que surgen del encuentro, a captar todos los matices, a no trivializar, ni devaluar lo que el Señor está compartiendo con ella. Porque Dios nos habla en los detalles, en lo pequeño, donde está el amor auténtico. Y Dios nos habla en el grito de mis hermanos. De manera especial en el pobre. Dios está hablándonos, escondido, en el hombre. Prestar atención es también afinar la sensibilidad al hermano, al joven, al pobre, reconocerle con voz propia, personal… sentirlo como interlocutor en mi vida, capaz de tener una palabra para mí.

La atención surge del ejercicio, de silenciar otros ruidos. Tenemos que construirla y educarla, Atender a escuchar lo desapercibido, lo que hace poco ruido, lo que no habla como yo lo espero o conozco, supone también paciencia y sospechar de uno mismo. Tendemos a hablar más que a escuchar, a decir, más que a acoger lo que el otro me dice… Paciencia para ir poco a poco comprendiendo el lenguaje de Dios (como aprender inglés), no dar por supuesto que lo conocemos… Él siempre nos sorprende. Siempre tiene una palabra personal dirigida a mí. Por eso la escucha nos lleva a ser y vivir con agradecimiento (al hermano y a la comunidad. Una comunidad que ora, que escucha la Palabra es una comunidad agradecida).

·          Ritmo adecuado de vida. No podemos engañarnos: ser hombres y mujeres de escucha requiere disciplina, vivir esforzándonos por conservar los valoes y los medios que la hacen posible (el espacio, el tiempo, la soledad, el silencio…). Nuestro ritmo de vida, como el de Marta no es “suave”, es intenso, con muchas realidades que nos desbordan (que nos hacen salir…), no nos basta “encajonar” todo y querer meter todo… tenemos que aprender a vivir de otro modo.

·          Libertad interior. Ello supone una autonomía personal. Tener criterio propio (como María, que tuvo que posicionarse con su hermana), incluso cuando no es gratificante. Frente a tantas demandas externas tenemos que jerarquizar y priorizar. Frente a nuestras convulsiones (instintivas e innatas), no se trata de ser de otra manera, sino de vivir de otra manera lo que soy. Porque Dios no es evidente socialmente.

 

Como María necesitamos aprender a acoger con humildad (Lc 1,26-38)

María se ve desbordada por las palabras que escucha, y que vienen a cambiar toda su vida. La Palabra de Dios no es indiferente. Es radical, toca la raíz de nuestra persona, de nuestra vocación. Siempre es comprometida. Y por eso tan distinta a tantas palabras que normalmente oímos o nos decimos. (“Dichosa tú, alégrate llena de gracia, darás a luz a un hijo, el Espíritu vendrá sobre ti…”). Ante las dudas e interrogantes que se aparecen… los miedos… María acoge la provocación de esa palabra. No la rechaza o huye de ella. Le deja un espacio, la considera… Y la lleva a su interior. El corazón es el lugar de la palabra. Donde la personalizamos y hacemos nuestra. Escuchar supone también discernir, sospesar, escuchar lo que provoca… No es un ruido más, entre todos. Me la dirige Dios mismo. María acoge con humildad. Sin poner condiciones. Situándose como oyente, abierta, necesitada… valorando lo que se le ofrece… sin prejuicios. Sólo cuando acogemos con humildad, desde dentro, la palabra recibida, nuestra palabra brota como expresión de la verdad de nosotros mismos. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.