En numerosos círculos empieza a asombrar la apatía con que nuestra sociedad contempla los comportamientos y actitudes que desvelan noticias como las anteriormente transcritas. Somos muchos los que empezamos a escandalizarnos de la pasividad que comprobamos a nuestro alrededor, sin acabar de convencernos las habituales explicaciones que recurren a los sentimientos de resignación e impotencia que parecen haber paralizado a los varios miles de personas que apoyaron aquellas manifestaciones contra la guerra de Irak. Nos hace falta, necesitamos, alguna explicación más profunda para comprender el silencio en que se ha instalado la sociedad civil y los partidos de oposición, silencio que, quiérase o no, a estas alturas tiene inevitablemente mucho de complicidad con la política antisocial programada por el partido gobernante. De esta complicidad no escapa siquiera la jerarquía católica, que evita la denuncia a la que está llamada por el propio evangelio con tal de seguir asegurándose un gobierno afín que le consienta tomar parte en el pastel de las finanzas del Estado.
En unas fechas en que hemos celebrado el veinticinco aniversario de la Constitución, es difícil afirmar que nuestra democracia atraviese su mejor momento, como han tratado de propagar los corifeos oficiales. Una encuesta reciente, publicada en un periódico nacional, señalaba que, en comparación con quienes contestaban en 1988, había disminuido en seis puntos porcentuales los que ahora elegirían España como país propio en lugar de cualquier otro. Es decir: muchas cosas deben de ir peor en España para que en el 2003 más personas se sientan a disgusto con el país que les vio nacer.
Y es que, en efecto, si por democracia entendemos el derecho a participar, a construir una sociedad entre todos, hemos de concluir que participamos y construimos poco, y que nuestro sistema político pasa por una etapa de baja intensidad. Si la obligación del gobierno es gobernar y la de la oposición aportar críticamente políticas alternativas, la nuestra, la de los ciudadanos, es la de vigilar a ambos y recordarles que están ahí gracias a nuestro voto y a nuestra contribución fiscal, de forma que los presupuestos que manejan no son suyos, sino nuestros, y que por tanto nos rebelamos contra el hecho de que el gasto social haya pasado del 24 % del PIB en 1993 a un lastimoso 19,2 % en el 2002. Si estas obviedades no se las recordamos a menudo y, además, hacemos pedagogía de ellas entre la sociedad civil, nuestro derecho de ciudadanos activos se lesiona y, paralelamente, la actitud prepotente de nuestro gobierno se acrecienta. Frente al engreimiento que supone el “España va bien” y la insolidaridad de quienes reclaman una reducción del tímido “Estado de Bienestar” conseguido, una ciudadanía activa ha de recordarles que existen todavía grandes bolsas de población con graves carencias, que estos grupos van creciendo y que sus diferencias con los que más tienen van en aumento. Una situación que no debería contar más con un silencio social que empieza a ser escandalosamente irresponsable.
Fraternidad de Valencia