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EL DESIERTO
1. LA EXPERIENCIA DEL DESIERTO
De hecho, el desierto siempre ha sido motivo de fascinación a la vez que de rechazo. Cuesta penetrar en un ámbito de soledad, aridez y austeridad, lleno de peligros y desolación como es un desierto, tal como lo imaginamos y contrastamos por las imágenes que de él nos llegan. El desierto es el lugar del silencio y el despojo del propio yo; no es lugar de contemplarse el ombligo ni al que se va o se permanece por gusto, sino de paso provisional y búsqueda de un oasis donde mana la fuente que sacia la sed...
En el desierto –visto como lugar geográfico –, cabe ver la imagen del desierto interior que se encuentra en la vida en uno u otro momento. Caminar por el desierto es una experiencia propia de todo ser humano. Sea persona creyente o atea, cristiana o agnóstica.... no puede evitarse estar en alguna ocasión en una encrucijada del tiempo y del espacio. Un tiempo oscuro e incierto; un espacio estéril para el actuar del hombre y que reclama un trabajo constante de resistencia y búsqueda cuando no se advierten caminos, a la vez que todo el horizonte se convierte en posible camino.
El desierto personal es el momento de un derrumbamiento más o menos profundo de la personalidad, acuciada por una sola y exclusiva preocupación que oculta cualquier otra, y que a tiempo y a destiempo ocupa noches y sueños. Lo que predomina entonces es un sentimiento de cansancio y pesimismo: esto dura demasiado y ya no saldré de aquí... El desierto es la aterradora angustia interior que destruye la esperanza y provoca la incapacidad de interesarse por nada.
A lo largo de la vida existen muchas formas de ser empujados al desierto: una enfermedad larga, la soledad, una depresión, un conflicto familiar o una situación laboral difícil que amenaza la seguridad económica, el dolor insoportable de perder y ver sufrir a quienes amamos, el desarraigo de la tierra natal propio de los emigrantes, la impotencia ante la injusticia. Para otros será un drama moral interior; el dominio del alcohol o de la droga; será quizá el rechazo de los amigos, “molestos” ante quien se considera “peligroso” por su estilo comprometido de vida; la sensación de que tras muchos años de lucha y compromiso todo sigue igual en un mundo extraño y deshumanizado...
Todo resultará simplemente inexplicable: lo que se quería, ya no se quiere; aquello por lo que uno se interesaba, ya no interesa, sin motivo aparente. Se recuerda entonces con añoranza qué diferente era la vida "antes"; se recuerda sin alegría las alegrías pasadas, dudando si podrán volverse a sentir alguna vez...
Y, sin embargo, hay que emprender la travesía de ese desierto y hacerlo ligeros de equipaje, es decir, de toda posesión, de todo saber, de toda rutina... El ser humano no está hecho para instalarse en la angustia, la soledad y la no-vida del desierto. El desierto no es modo de vida, es una etapa hacia otro tipo de vida, como aconteció con el pueblo hebreo: "Para que viváis... y para que entréis en el país que Yahvé prometió bajo juramento a vuestros padres y lo poseáis" (Dt 8, 1).
Caminar por el desierto es la experiencia de toda la comunidad humana, que después de millones de años, sigue atenazada entre sentimientos de vida y de muerte, planteándose elegir entre seguridad y libertad –en cualquiera de sus formas –, llamada a abandonar las rutinarias respuestas “sensatas” que llegan para en una dura prueba y purificación, disponerse a oír aquella voz profunda que es manantial de todo amor, crecimiento y compromiso. Por eso, uno de los rasgos peculiares del desierto es que sólo se revela como “gracia” cuando ya se ha atravesado.
El desierto puede liberar del engaño de creerse autosuficientes. Hace tomar conciencia de la propia fragilidad y de los propios límites así como de cuánto se necesita a los demás. Es tiempo de dejarse podar y de permanecer, aun quejándose –¡somos humanos y el desierto sigue siendo desierto!– sin llegar a rendirse.
Quien sabe aceptar esta etapa de empobrecimiento sale de ella más despojado y más libre, más tolerante con la debilidad de los otros, menos rotundo en lo que afirma y más dispuesto a aceptar que se equivoca. Quizá ya no pisa tan firme como antes, pero ahora sabe aguantar y esperar mejor, y la soledad deja de darle miedo.
2. LOS CREYENTES Y EL DESIERTO
El desierto es un tema importante en la espiritualidad cristiana. Para los creyentes, el desierto –esa “tierra espantosa” (Dt 8,15)– no es sólo el lugar al que Dios llama a su pueblo para formarle en un largo éxodo, sino que marchar a él simboliza contestar a un tipo de civilización donde el poder, el dinero y la ambición se enseñorean por todas partes, como gráficamente simbolizan las tentaciones de Jesús narradas en los evangelios (Mt 4,1-11). Desierto, pues, no significa alejamiento físico de la sociedad sino alejamiento interior, ruptura individual –y comunitaria – con la injusticia de un orden social y, en consecuencia, con todos los falsos valores que éste propone.
Caminar por el desierto es, así, la experiencia del cristiano que busca el porqué definitivo de su vida: es en el desierto donde el hombre encuentra su identidad; en el desierto donde ha de preguntarse por sí mismo, por su destino y por el objetivo último de sus actos: si son acordes al logro de la justicia, la fraternidad y la paz. Pero Dios, como ya se ha dicho, no llama a vivir en el desierto sino a atravesarlo para alcanzar la tierra prometida: la comunidad cristiana ha de permanecer en el mundo en que vive, pero sin dejarse contagiar por la injusticia que en él se practica. Y no cabe hacerse ilusiones: la travesía será larga y penosa, pues los poderosos pondrán toda suerte de obstáculos –incluso la violencia y muerte, como es el testimonio de Óscar Romero – y los débiles se dejarán intimidar terminando por claudicar –¿cómo entender, si no, el voto de las clases populares por partidos políticos de derecha?–. Al final, queda la sensación de clamar en el desierto... Pero quien no se fía de su propia fuerza y se sabe en “buenas manos”, no se desanima ni pierde la esperanza ni se deja abatir por la tentación de abandono, al sentir, por la fe, la invisible fuerza y consuelo de Dios.
Sin embargo, la misma fe es también un desierto, porque la fe es el vacío, la oscuridad, la nostalgia, la espera confiada de lo por venir. La fe “asusta”. Tememos caer en las manos de Dios que, a la corta o a la larga, llevan siempre al desierto. La fe es el desierto; y de ese modo el desierto es el sacramento, el signo del creyente.
Pero cuando Dios lleva a un hombre, una mujer, a su pueblo, al despoblado inhóspito de su desierto, no le deja solo. Deposita en su corazón la certeza de la promesa: "Yo voy a seducirla, a conducirla al desierto, y hablar a su corazón" (Oseas 2,16). Tras la seducción, sucediendo a una sorpresa, una escucha se instaura. Súbitamente el desierto privado de agua ha devenido estanque (Sal. 107, 35), se transforma en vergel (Is. 32,15). Todo el paisaje cambia y se convierte en un lugar de paso, en un paisaje que velozmente desfila a nuestro lado porque nosotros hemos comenzado a avanzar caminando hacia una ciudad “habitada”, humanizada (Sal 107, 36). Ésa es la belleza del desierto y del hontanar que en él se oculta.
3. EL DESIERTO Y LA IGLESIA ESPAÑOLA
Para acabar, y en otro orden de cosas, caminar por el desierto es la dura experiencia de la Iglesia, tentada siempre de plantar aquí su casa –inamovible, ¿inhumana?– cuando solamente debe vivir en una tienda provisional, caminando al ritmo del hombre y mujer de nuestros días y sin obsesionarse –como, por desgracia, sucede – en una guerra perdida: la autonomía en el orden moral y en el político, que no tienen vuelta de hoja. La jerarquía haría bien en preguntarse si sus mensajes (homosexualidad, sida, la religión en la escuela...) conectan con los problemas cotidianos del hombre de la calle.
“Es verdad que el laicismo es una ideología que no tiene nada que ver con la laicidad, pero también lo es que la Iglesia española acostumbrada a vivir durante el franquismo en un régimen de confesionalidad, arrastra un déficit histórico en la asunción de las reglas de la laicidad: libertad religiosa y de culto, pero sin que la norma moral deba traducirse en ley civil” (La Vanguardia, 26-01-05).
Recopilación de textos de: D. Aleixandre, B. Benetti, F. Camacho, A. Grzybowski, X. León-Dufour, L. Maldonado y J. Mateos.