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Publicado en la revista Misioneros
Tres tuaregs, enfundados en sus túnicas y turbantes, estrechan la mano al Papa en la basílica de San Pedro. Podría pensarse que se trata de un mero saludo de cortesía o una visita diplomática de las muchas delegaciones que llegan diariamente al Vaticano. Pero este encuentro es algo más. Estos hombres del desierto han viajado hasta Roma para compartir con la Iglesia la beatificación de Carlos de Foucauld, el hombre que desde la contemplación supo encontrar al Dios que se encarna en lo cotidiano, imitando al Jesús que vivió y creció en el silencio de Nazaret. Ése fue Carlos de Foucauld, el hermano cristiano del islam, profeta sin pretenderlo del diálogo entre religiones del que Juan Pablo II y Benedicto XVI después han hecho un pilar de sus pontificados.
Con su estancia entre los bereberes, este hombre de frágil apariencia y baja estatura no quiso otra cosa más que compartir la vida con el otro, hacer de la amistad su bandera. No pretendió grandes conversiones ni luchó por imponer el cristianismo, sino más bien trató de evangelizar con la propia vida, aceptando al otro tal y como es y con lo que cree, como un hermano más. Como él mismo dijo, buscó “ver a Jesús en cada musulmán que se presente”, “no dejarle sin haberle hecho, con la bondad, las palabras, la beneficencia y el ejemplo, el bien espiritual que es capaz de recibir”.
Sin embargo, para llegar a ser ese “hermano universal”, que no echa raíces en tierra alguna, Carlos de Foucauld recorrió un largo camino por el mundo, en paralelo a un viaje interior. Todo movido por el Espíritu, por un fuego que poco a poco le fue quemando y que le llevó a no detenerse, a buscar y a dejarse encontrar por el Nazareno.
Estrasburgo le vería nacer el 15 de septiembre de 1858 en el seno de una familia noble católica. Con sólo seis años quedaría huérfano de padre y madre, y bajo la tutela de su abuelo, su hermana y él vivirían su infancia en Nancy. A los 14 años recibe la primera comunión, pero sólo dos años después pierde la fe. Comienza entonces para Carlos un deambular, sin rumbo aparente, marcado por los excesos y cierto desenfreno.
En 1876 ingresa en la escuela militar de Saint-Cyr. Al poco tiempo es enviado a África como subteniente. El Magreb se presenta para él como un enigma y en 1882 causa baja en el ejército para lanzarse a descubrir sus secretos. En once meses recorre casi 3.000 kilómetros por Marruecos; un esfuerzo que se verá recompensado con la medalla de oro de la Sociedad de Geografía. Carlos demuestra su valía como geógrafo y explorador. Es también en este contacto con la fe musulmana cuando sus lecturas sobre la religión se acrecientan y su búsqueda de lo trascendente le impulsa a llevar una vida cada vez más ordenada a la conversión.
Así regresa a París, donde sus pasos se cruzan con los de un sacerdote, el padre Huvelin, que le invita a confesarse y comulgar después de doce años de indiferencia religiosa. Este reencuentro con sus raíces cristianas le hace descubrir que Dios no está sólo en el Sahara. Carlos opta definitivamente por Cristo. En diciembre de 1888 peregrina a Tierra Santa y, cautivado por Nazaret y la sencillez de aquel lugar, decide ingresar en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves en enero de 1890. Con el deseo de vivir en la pobreza más radical, pide ser enviado al priorato de Akbes en Siria, donde pasa seis años. Pero no está satisfecho, y haciéndoselo ver a sus superiores, éstos le envían a Roma para estudiar teología. A punto de hacer su profesión perpetua, el padre general de la Trapa aprueba su especial vocación de “vida oculta”, que no acababa de encajar totalmente en la congregación, y le dispensa de los votos.
Foucauld sigue buscando. Siente que sus pasos han de dirigirse de nuevo a Tierra Santa. Trabaja como criado de las clarisas de Nazaret, viviendo en la caseta del huerto, donde se dedica a la contemplación de Jesús Eucaristía. Su vocación fundadora comienza a materializarse en unos escritos en los que se recogen los esbozos de lo que luego serían los Hermanitos del Sagrado Corazón de Jesús. En 1900 se lanza a vivir como ermitaño en el monte de las Bienaventuranzas, pero tampoco sería éste su destino definitivo. En menos de un año vuelve a Francia para ordenarse sacerdote el 9 de julio de 1901.
Como presbítero siente deseos de regresar a Marruecos. Acabará, sin embargo, en Beni-Abbés, al sur de Argelia, cerca de la frontera. Allí celebra su primera misa el 30 de octubre de 1901 y comienza a materializarse por fin su vocación de vivir como en Nazaret: no en la oración de un monasterio, sino al servicio de los pobres y enfermos de cualquier raza y religión. En 1905 se establece en pleno corazón del Sahara, en Tamanrasset, llevado por el deseo de ponerse en contacto con las tribus tuareg. Aprende la lengua, se empapa de la cultura y vive con ellos como uno más, como un indígena entre los indígenas, abriendo así camino para la gran oleada de misioneros que llegaría en el siglo XX. “No se trata tampoco de una evangelización propiamente dicha –comentaba a menudo–; yo no soy digno ni capaz de ello, ni ha llegado la hora. Es el trabajo preparatorio a la evangelización, suscitar la confianza, la amistad”. Por fin sería éste el lugar donde el hermano Carlos encontraría al Amado: “A solas con el Esposo, en profundo silencio, en el Sahara, bajo este inmenso cielo, esta hora cara a cara es una dulzura suprema”.
Así vivirá y convivirá con el islam hasta que el 1 de diciembre de 1916, traicionado por uno de aquellos a los que él había ayudado, es apresado por una banda de senusitas, secta musulmana que se caracterizaba por su hostilidad a las influencias extrañas. Mientras se dedican al saqueo, un muchacho le vigila y, nervioso, le da muerte de un disparo en la cabeza. La arena del desierto que tanto le acompañó en todos sus viajes se convertía en la alfombra en la que descansaría su cuerpo sin vida.
Sin embargo, todos los proyectos que Dios había puesto en su corazón, lejos de quedarse ahí tendidos, comenzaban a iniciar el vuelo. Aunque el hermano Carlos sólo vio nacer la llamada “Unión de Laicos” –que a su muerte contaba con unas decenas de adscritos–, sus escritos, meditaciones, diarios y cartas se distribuían con cierta celeridad por toda Europa. En 1933 verán la luz las primeras fraternidades de los Hermanos de Jesús y de las Hermanitas del Sagrado Corazón.
Decir que Carlos de Foucauld inspiró las once congregaciones religiosas y asociaciones de vida espiritual que hoy forman esta familia repartida por los cinco continentes sería limitar su figura. El “hermano universal” supo abrir un camino de espiritualidad que la Iglesia respaldó el pasado 13 de noviembre al reconocerle como beato. Así lo reafirmó Benedicto XVI al concluir la Eucaristía: “A través de su vida contemplativa y escondida de Nazaret encontró la verdad de la humanidad de Jesús, invitándonos a contemplar el misterio de la Encarnación. Descubrió que Jesús, venido para unirse a nosotros en nuestra humanidad, nos invita a la fraternidad universal”.