A esta nuestra distancia en el tiempo, la figura de Carlos de Foucauld se agranda, se nos enriquece de Evangelio, se monumentaliza desde la pequeñez y lo oculto que él tanto quiso para su particular existencia.
Será por eso que la figuración en la que le quisimos representar, se nos aparezca ascendente, pies grandes, en las arenas del desierto, y el corazón en lo alto, rojo, visible su amor para todo hombre.
Abajo algunas escenas de su vida, en cerámica, de una misma arcilla que él también trabajó con sus manos, cálida, muy cálida, que tan bien conoció y la sintió en su caminar.
Supo de la existencia de Dios y desde aquel día su entrega rúe total, y el misterio del desierto se hizo para Foucauld presencia de Dios, en perseverante soledad pero siempre en compañía del Espíritu.
Soledad, sin compañías en sus días, las semillas que sembraba, las de tanto Evangelio, parece que no crecía en aquellas arenas, pero hoy su palabra y su vida se ha transformado en muy fecunda, y crecen las fraternidades, las Comunidades, porque él se nos presenta como el hombre cristiano, universal, sin ataduras ajenas a la grandiosa libertad del Evangelio.
Antonio Oteiza
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